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El poder olvidado de la repetición: cómo la poesía arraiga en el corazón infantil

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Repetir no es un fracaso. Es amar. Es arraigar.

Como ya dije en el post anterior, en una época que idolatra la novedad y desprecia la constancia, hablar del valor de la repetición puede sonar extraño. Sin embargo, cuando educamos el corazón de nuestros hijos, necesitamos volver a lo esencial: a lo que solo echa raíces cuando se repite.

No es falta de sensibilidad. Es falta de repetición.

A veces creemos que basta con leer un poema para que los niños se enamoren de la poesía. Pero muchos niños leen… y no se enamoran. ¿Falta de sensibilidad? No lo creo. Falta de repetición.

El alma infantil necesita más que una exposición ocasional. Necesita vivir dentro de un poema como quien habita una casa: entrar y salir, recorrer sus estancias, conocer sus sonidos, hasta que ese lugar se convierte en parte de uno mismo.

La belleza necesita tiempo para ser asimilada. Y ese tiempo se da a través de la repetición.

La recitación: mucho más que repetir palabras

Recitar no es simplemente repetir un verso como un loro. Recitar es prestar la propia voz a un texto. Es decirlo con intención. Es descubrir el sentido profundo mientras lo decimos.

Cuando ayudamos a nuestros hijos a recitar un poema, estamos enseñándoles a hacer suyo el lenguaje: a habitar la belleza, a pronunciarla, a dejarse transformar por ella.

La recitación es una forma de interiorizar, no de acumular. Es una forma de hacer presente algo que, de otro modo, podría pasar de largo.

Chesterton y el instinto de la infancia

G.K. Chesterton, con su aguda mirada sobre la naturaleza humana, comprendió el misterio escondido en la repetición. Nos dice:

“Los niños siempre dicen: ‘hazlo otra vez’;
y el grande vuelve a hacerlo aproximadamente hasta que se siente morir.
Porque la gente grande no es suficientemente fuerte para regocijarse en la monotonía.”

Para Chesterton, los niños no se repiten por aburrimiento, sino por desbordamiento de vida. Quieren volver a vivir lo bueno, una y otra vez, sin cansancio.

Y añade una imagen todavía más profunda:

“Puede que Dios haga separadamente cada margarita,
y que nunca se haya cansado de hacerlas iguales.
Puede que Él tenga el eterno instinto de la infancia.”

En otras palabras: la repetición no es pobreza, sino abundancia.
No es caducidad, sino fuerza de creación.

Volver a repetir lo bueno es un rasgo divino. Y educar en esa repetición es educar en la vida.

No te pierdas esta entrada de Miguel Sanmartín Fenollera, en la que reflexiona bellamente de todo esto de un modo hermosísimo.

Charlotte Mason: una mente abierta para recibir belleza

Charlotte Mason, en su enfoque educativo, sabía que la mente del niño no necesita forzar la memoria, sino abrirse para recibir impresiones literarias profundas.

Ella proponía recitar pocos poemas, repetidos durante un tiempo prolongado, para que las palabras quedaran grabadas no solo en la mente, sino en el alma.

No buscaba memorizaciones mecánicas.
No quería acumular poemas.
Quería formar el gusto.
Quería enseñar a amar.

Y eso solo se consigue dejando espacio para que el alma respire el mismo verso muchas veces.

La repetición no es para la mente como la copia mecánica de un archivo.
Es como sembrar una semilla: necesita repetirse el riego, el sol, el cuidado… para que arraigue.

Así se educa el corazón: no corriendo de poema en poema, sino arraigando en cada uno.

El arte de volver sobre lo mismo

Repetir un poema cada mañana.
Recitar un mismo verso antes de dormir.
Dejar que las mismas palabras nos encuentren en distintos momentos del día.

No es monotonía. Es profundidad.

El niño que oye un poema muchas veces no solo lo recuerda: lo hace suyo.
Lo integra en su memoria afectiva, en su imaginación, en su modo de mirar el mundo.

Repetir es honrar. Repetir es dar tiempo a la belleza para hacerse carne. Repetir es educar el alma.


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