compartir

La doctrina encarnada en la madre católica

by
img_5963-1

A veces, cuanto más leemos, más estudiamos, más tratamos de hacer bien las cosas, más fácil es que se nos escape lo esencial. Y lo digo desde dentro, porque soy una persona quizá muy doctrinal. Me encanta la teología, leo a los Padres, tengo la Summa Teológica en un lugar privilegiado, me conmueven los textos antiguos, rezo en latín, asisto al Vetus cuando puedo, y en mi casa tenemos conversaciones largas y apasionadas sobre temas de fe y doctrina. Trato, sinceramente, de buscar siempre lo mejor para mis hijos y para el alma de nuestra familia. Pero, con todo eso, últimamente lo que más me ha conmovido no ha sido una lectura ni una misa solemne. Ha sido el ejemplo real de algunas madres.

No todas madres influyentes, ni especialmente formadas. Pero sí madres reales. Ocupadas, cansadas, fieles. Pero, sobre todo, con una relación profunda y personal con Cristo. Una fe silenciosa pero muy viva. Una vida que habla sin necesidad de palabras.

Pienso en “J”, una madre sencilla, de campo, sin formación intelectual, pero con una sabiduría que viene de lo alto. Me sorprende constantemente, no por lo que sabe, sino por lo que vive. Nunca olvidaré cuando me dijo, con una paz que sólo tienen quienes escuchan a Dios, que el Señor le había mostrado que debía hacer de toda su vida una oración. Diciéndolo yo ni siquiera suena parecido a cómo me lo dijo ella. No le hace justicia. Lo ha descubierto de verdad, desde la raíz más profunda.

Y pienso también en mi amiga “A”. Ella sabe bien lo que me dijo, y cómo me lo dijo. Pero no sabe lo que yo vi. Vi a Cristo en ella. Vi a una madre con mayúsculas. Una mujer que, aunque desbordada, aunque no tenga tiempo para leer ni cocinar, y aunque probablemente no pueda ni rezar un misterio del rosario seguido con sus tres hijos menores de 4 años —y mucho menos en latín— está, sin ninguna duda, muy por delante de mí en el Reino. Con su entrega, con su vida ofrecida a Cristo. Y lo más hermoso es que veo cómo se lo transmite a sus hijos, de corazón a corazón. No con palabras, sino con una vida que habla. Y no sabéis lo que es ver en directo a un niño que todavía no sabe hablar rezar el Padrenuestro entero con gestos. Ella quizá no se da cuenta muchas veces y ahora no verá los frutos, pero le está dando a sus hijos lo mejor que puede darles.

También compartí ayer que me han hecho mucho bien algunas publicaciones de @mimundosermama, y este artículo profundísimo de @postmoderniting que, sin buscarlo, me ayudó a volver al centro: a la entrega, a la vida de fe vivida. Me sacó de esa especie de rigidez que a veces nos entra cuando tratamos de hacer todo perfecto. Pero lo que más me desarmó de esta última mujer fue algo mucho más sencillo aún: un storie posterior en el que se despedía de Jesús Sacramentado. Escribió algo así como “el último adiós para Él”. Y ahí, con esas palabras breves, entendí por qué estas mujeres me inspiran tanto. Porque no sólo conocen la doctrina. La han encarnado. Porque no sólo creen: viven. Y porque conocen a Cristo. Lo aman. Lo siguen. Sin escaparate ni marketing católico.

Eso es lo que yo quiero. Eso es lo que quiero vivir. Gracias por mostrármelo.

Y lo digo con claridad, porque a veces en ciertos ambientes tradicionales da la sensación de que si no estás continuamente enseñando, o visibilizando lo que sabes, entonces eres superficial o no valoras la Verdad. Pero no es así. De hecho en general la madre católica no tiene esa especie de vocación de pastora; eso es una cosa más propia del mundo protestante. Yo la verdad es que nunca siento que deba hablar en voz alta de doctrina católica exactamente en este espacio, más allá de aquello de lo que habla la boca cuando rebosa el corazón de ello. En mi casa vivimos, estudiamos, y honramos nuestra tradición católica milenaria. Pero yo creo que mi lugar no es “el púlpito”. Mi lugar es el hogar. Y mi vocación es vivir la fe en lo escondido. Encarnarla. Hacerla carne entre los míos.

Quizá lo que mejor muestra esta idea que intento expresar es lo que nos ocurre en mi casa con el latín. Yo sí creo que el latín es la lengua más digna para hablarle a Dios. No lo uso por estética ni por nostalgia ni porque esté de moda en el mundo católico tradicional. Tampoco voy haciendo apología del latín, salvo que salga el tema en la conversación y exprese lo que pienso. Y puede que ni siquiera haga falta que se lo explique jamás a mi hijo, que le dé un discurso sobre la dignidad del latín. Creo esto porque él directamente lo vive. Desde el vientre ha escuchado el Domine labia mea aperies mezclado con los latidos del corazón de mamá. De hecho aún recuerdo cómo ya cuando daba pataditas, se movía con fuerza cuando pronunciaba esas palabras cada tarde, como si las reconociera, con la cadencia tan hermosa que tiene esta lengua. Hoy, con solo un año y hace ya tiempo, basta con que escuche el Per signum sanctæ crucis, para que, aunque esté llorando o inquieto, se calme y se quede callado. Se recoja, dentro de lo que es el niño de un año. Espera el rosario entero para volver a armar jaleo. No porque entienda su significado, sino porque reconoce lo sagrado. Porque lo ha vivido todos los días de su existencia. Porque lo ha visto en nosotros. Porque le ha sido entregado como parte del aire que respira. Y por eso dudo que nunca le tenga que explicar nada sobre la importancia de rezar en latín: porque para él va a ser evidente y natural. Lo que digo: el aire que respira.

Y eso es lo que a mí se me ha iluminado como madre. Que la fe se respira y se vive, y así se transmite. Que la doctrina no solo se explica y se reflexiona, y que es mejor si se encarna. Que lo sagrado se habita, se contagia con el ejemplo y con el vivirlo. Y por eso no basta con enseñar teoría, ni con rodearnos de símbolos bellos. Todo eso tiene su lugar: la forma es muy importante. Pero sin Cristo vivo, no queda más que forma. Y la forma por sí sola no da vida.

¿Por qué escribo esto también? Porque me escriben muchas madres diciéndome que no llegan. Que no saben cómo organizarse. Que no tienen tiempo para leer ni cosas intelectuales ni espirituales, que no saben cocinar desde cero, que no han aprendido latín. Y quizá muchas veces lo hacen influenciadas por todo el ruido de la moda tradwife. Y yo quiero decirles algo que me nace del corazón: vosotras no vais por detrás. Muchas veces, vais por delante. Porque lo importante no es si horneas galletas, si conoces los documentos, si escuchas canto gregoriano o si usas palabras en latín. Todo eso es bueno, bello, y valioso. Yo misma lo cultivo, lo transmito, lo amo, y procuro darlo a los míos como alimento del alma. Pero nada de eso —nada— sustituye a una vida entregada a Cristo y a una relación personal con Él. Lo que da vida es Él. Y yo he visto esa vida brillar con una fuerza incomparable en madres que no tienen nada de esto que he dicho… y sin embargo lo tienen todo. Porque tienen a Cristo. Porque han hecho de su vida una oración. Porque se han ofrecido del todo y porque llevan la Cruz que les ha tocado como hay que llevarla. Así que mi consejo es que si no llegas al latín, a la formación, a todo eso que te está agobiando, déjalo estar por el momento. Busca a Cristo en tu vida como madre católica. Eso es lo importante, y déjate de líos. Ya habrá tiempo para lo demás. O no.

Porque esto es lo que nos salva. Es lo que yo deseo vivir. Es lo que quiero cultivar. Y no sabéis cuánto os agradezco no solo vuestras palabras y experiencias: vuestro ejemplo, vuestra doctrina encarnada. Porque la Palabra no quiso quedarse lejos de la carne, quiso encarnarse y quiso vivir y predicar con la propia vida, y eso hacéis como un eco de aquello las madres a las que me refiero hoy.

Así que escribo esto hoy, que he vuelto a leer el Cántico Espiritual, a escuchar gregoriano, a hornear galletas después de varias semanas sin hacerlo por la dieta. Y sentí que volvía “a lo mío”, a mi ritmo. A mi forma también de entregarme a los míos. Pero comprendí con más claridad que nunca: he podido volver a lo mío, porque antes he vuelto a Él, y porque lo esencial y lo que va primero no es el canto gregoriano, el latín o las galletas recién sacadas del horno. Ni siquiera (no me malinterpretéis, que ya veo venir a alguno con estas frases) la sana doctrina. Lo que va primero es mi relación personal con Cristo, y sin eso, todo lo demás se queda vacío, por muy valioso que sea.

Y todo esto lo escribo con gratitud. Porque algunas madres —algunas sencillas, silenciosas, fieles, y otras más formadas pero con mucha doctrina encarnada— me han abierto los ojos. O mejor dicho: me han abierto el corazón. GRACIAS.


Descubre más desde Masa de madre

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Categorías:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Masa de madre
Close Cookmode